INTRODUCCIÓN
Los estudios turísticos conforman un ámbito de investigación que goza de una excelente salud y una gran proyección académicas a nivel mundial (Réau 2016; Tribe 2010). Baste comprobar, por ejemplo, que entre las cinco primeras revistas con un mayor índice de impacto en los últimos cinco años en las categorías Anthropology, Hospitality, Leisure, Sport & Tourism, Sociology y Social Sciences, Interdisciplinary del Social Science Citation Index (2017), hay tres revistas especializadas en estudios turísticos: Tourism Management, Annals of Tourism Research y Journal of Travel Research.
El estudio del turismo, sin embargo, se desenvuelve en unas disciplinas y entornos académicos mejor que en otros (Yankholmes 2014; Barretto y Otamendi, 2015; Corral-Marfil y Cànoves-Valiente 2016; Guerrón Montero 2018). De hecho, en España, todavía en 1993, se calificaron mis investigaciones como «un controvertido alegato a favor de una supuesta antropología del turismo» (ASANA 1993: 7). Incluso en 2020, el acercamiento socio-antropológico al turismo aparece en esta revista –quizás la de mayor solera en la antropología española– en la sección de «temas emergentes», pese a su indiscutible consolidación como temática de estudio en España desde hace décadas (Hernández-Ramírez 2015; Palou i Rubio 2014). A esto se le añade que estamos en un contexto de capitalismo académico que exige productivismo e impone un ritmo de publicación incompatible con metodologías cualitativas o con ciertos formatos de divulgación como las monografías. Así, no es extraño que se visibilicen, financien y legitimen unas maneras de entender (ontologías), abordar (epistemologías) y estudiar (metodologías) el turismo en detrimento de otras.
En este milieu tan particular, siempre es importante insistir en la necesidad científica de una comprensión transdisciplinar del turismo que desvele y desafíe ese orden de palabras y cosas que construye y gobierna el mundo y que pretende su incuestionabilidad. A tal fin, en este artículo propongo una definición que piense contra la idea Turismo para que, de algún modo, la haga peligrar como tal idea. Así, quizás, se pueda ir abandonando esa retórica de la cosificación que estudia el turismo como si fuese un agente socio-económico que precede a las prácticas sociales que lo originan. Además, realizo un ejercicio de síntesis visual en el que contemplo algunas de las dinámicas en contextos turísticos que se estudian desde la sociología y la antropología.
UNA PROPUESTA DE DEFINICIÓN OPERATIVA
Como punto de partida para pensar contra la idea Turismo y su personificación, propongo que cuando se investigue el turismo –en tanto que objeto de estudio socio-antropológico– se pueda partir de las bases que aparecen en la siguiente definición. El término ‘turismo’ refiere al conjunto de prácticas y dispositivos socio-tecnológicos que, a través de la administración ideológica de una componenda entre lo deseable y lo posible, anima a y facilita que individuos de ciertos grupos sociales imaginen que pasan su tiempo de ocio alejados de su rutina cotidiana, así como las prácticas que estos realizan en los territorios que visitan y los procesos sociales y ambientales que su presencia induce.
Reconozco que la actual pluralidad de espacios físicos y virtuales, y los ritmos y movilidades de la sociedad global enturbian las categorías desde las que veníamos pensado (p. ej. ocio o trabajo, casa o residencia, visitantes o vecinos, aquí o allí). Aun así, considero que la definición que acabo de proponer resulta operativa porque identifica aquellos elementos que distinguen el estudio socio-antropológico del turismo del de otros fenómenos globales de mayor complejidad y densidad teórica (p. ej. modernidad, globalización, movilidades o capitalismo). Para acabar de explicarme, me detendré un momento a justificar la adecuación de la definición propuesta, a partir de sus cuatro capacidades principales:
En primer lugar, mi propuesta conceptual imbrica las prácticas turísticas con dinámicas de carácter local: aun siendo el turismo una realidad de naturaleza transfronteriza, se analizan estas prácticas como un producto histórico ancladas a un territorio. Esto, complementariamente subraya el valor de la etnografía como método de estudio.
En segundo lugar, esta definición cubre el espectro de agentes y circunstancias que recorre desde la construcción de las deseabilidades (mitos, imaginarios, estereotipos, otredades…), hasta la concreción material de sus posibilidades (intermediarios como instituciones globales, multinacionales, empresarios y trabajadores del sector, técnicos y políticos). Todo ello encaminado a la producción de un destino turístico en tanto que «proyección de los ideales y mitos de la sociedad global» (Chadefaud 1987: 19).
En tercer lugar, la propuesta subraya la necesidad de prestar atención a las condiciones socio-económicas e ideológicas que fabrican al turista.
En cuarto lugar, atiende a los procesos concretos y diversos que se inducen en las sociedades receptoras desde que las prácticas turísticas aparecen como posibilidad en el horizonte de expectativas de los grupos (Boissevain 1996; Nogués-Pedregal 2012). Llegado el caso, por ejemplo, el turismo en la Luna no despertaría interés socio-antropológico hasta que no emergiera un sentimiento de identidad entre los lunáticos que reivindicaran ese territorio como de su propiedad y a los terrícolas como forasteros y, por tanto, con menos derechos al disfrute del mismo.
De esta definición, subrayo ahora la característica que pienso que articula todo el sistema turístico y lo distingue de otros fenómenos globales: las prácticas turísticas implican consumo de territorio en nombre del derecho individual a satisfacer un deseo inducido. Hablamos de la tríada deseo-consumo-territorio y su materialización en el conflictivo diálogo que se da, entre un valor económico que reivindica el individualismo de la satisfacción, y aquel valor que reivindica la urdimbre de lazos comunitarios como cimiento de la sociabilidad y la construcción de lugar (Dumont 1987).
La definición propuesta resulta operativa para estudiar el conjunto de prácticas turísticas no solo como un agente exógeno globalizador que impacta en territorios inexplorados, sino también como contexto de aquellos lugares en los que las prácticas turísticas forman parte de las prácticas locales y en los que resulta imposible desentrañar qué pertenece a la cultura pre-turística y qué al turismo (Picard 1995). Aunque desde luego, es fundamental que sigamos estudiando el turismo como agente exógeno, porque aún es uno de los principales agentes globalizadores.
Mario Gaviria ya habló del turismo como «el neocolonialismo de los espacios de calidad» (1974). Aun así, no sé si es muy preciso decir hoy que sea una neo-colonización de espacios o utilizar el apelativo «de calidad» para referir todo lo que el turismo consume. Digo esto porque las prácticas turísticas han alcanzado su cima colapsando el Everest (Jenkins 2019); avisan con llegar a la Luna (BBC 2017); penetran en las selvas de Nueva Guinea para conocer al pueblo Korowai (Stasch 2016); se fascinan con los vaporosos eructos de las chimeneas industriales (Wakabayashi 2011); satisfacen la atracción por la otredad en sus más duras manifestaciones de pobreza y tragedia humanas (Bednarz 2018); permiten desvirgar y sodomizar a jóvenes de ambos sexos en el sudeste asiático (Costa 2017), e incluso facilitan un «viaje antropológico» a la isla de Sumatra para «conocer» el matriarcado entre los Minangkabau (Boyé 2016). En definitiva, el turismo resulta más bien una entente cordiale ideológica entre la industria de la seducción y un espacio social estratificado en el que, algunos de sus individuos, sí disponen del tiempo y
el dinero necesarios para satisfacer esa necesidad inducida.
Además, en muchos territorios las prácticas turísticas forman parte ya de la cultura local –si es que acaso se pudiera hablar de cultura como sustantivo y en singular– y no pueden ser tratadas solamente como un agente exógeno. En estos territorios, el carácter superestructural del turismo (Nash 1981: 465) condiciona los modos de relación social, económica, cultural y medioambiental que ocurren en él y que lo hacen convertirse en destino turístico.
Frente a los estudios de impacto, al investigar etnográficamente el turismo como un contexto, observamos una gama de matices que subrayan su doble cualidad constructiva (habilitante) y constrictiva (estructurante). Precisamente por su implantación global y por esta complejidad, se observa que, junto a los estudios de procesos de aculturación e impacto utilizando perspectivas dialécticas, hay un mayor interés por los enfoques dialógicos como los que se centran en los procesos ecológico-culturales de construcción de lugares híbridos y espacios sociales más heterogéneos (Hollinshead, Ateljevic y Ali 2009; Nogués-Pedregal 2009).
Mantengo que la idea Turismo es la expresión más sofisticada del sistema de valores capitalistas y su orden global (Böröcz 1992; Nogués-Pedregal 2019). Así lo afirmo no solo porque transciende fronteras, consume lugares y territorios, genera desigualmente riqueza, empobrece la calidad del mercado de trabajo, perpetúa relaciones de dependencia, o esculpe paisajes sobre la materia que constituyen los sueños –el deseo–. Lo digo también porque –en la dimensión expresiva– produce sentidos y significados, media en la manera en la que conocemos y nos relacionamos con el mundo y comercializa todo lo tangible e intangible.
En definitiva, para abordar el estudio socio-antropológico del turismo como el contexto de producción de prácticas sociales debemos reconocer, al menos, tres de sus características principales: 1. Las prácticas turísticas generan un cronotopo particular, esto es, un marco que actualiza espacios (lugares, sitios, etc.) y ritmos de acuerdo con los principios definidos por el Mercado Global. 2. Es un contexto en el que las leyes del mercado sustituyen a las reglas de sociabilidad históricas y donde surgen nuevas maneras de administrar palabras, personas y cosas en tanto que recursos (patrimonio, paisaje, etc.). 3. Es una situación espacio-temporal en la que el conjunto de deseabilidades y posibilidades –que denomino espacio turístico– aparece como el principal mediador en la producción de valores y significados de visitantes y vecinos. Es decir, es un espacio a través del que los forasteros entienden sus relaciones con el destino que visitan y las gentes que lo habitan y, a su vez, también posibilita que los vecinos se reconozcan a sí mismos cuando miran su pasado, gestionan su presente e imaginan su futuro.
UN EJERCICIO DE SÍNTESIS VISUAL
Para hablar de turismo siempre hay que recomendar el capítulo «De día sagrado a día de fiesta», especialmente donde Robert Redfield describe la fiesta patronal de Chicxulub (Redfield 1941: 300-302), pues ahí se encuentran las razones originales que llevaron a la antropología a acercarse a comprender este fenómeno.
Quien recuerde aquella descripción verá que asoman unas gentes –temporadistas– que no son del lugar y que llegaron cuando se construyó la carretera. También aparecen los intermediarios, que facilitan y determinan la naturaleza del contacto entre vecinos y forasteros. También están las fuerzas políticas que administran el territorio y sus recursos para proyectar el futuro. También encontramos a los actores implicados y sus intereses contrapuestos. También brota la rivalidad entre pueblos por atraer visitantes. Y también, los significados de la fiesta conforme esta se populariza y la preocupación por la autenticidad. En definitiva, una descripción en la que encontramos temas que siguen concitando especial atención en los estudios socio-antropológicos (Hernández-Ramírez 2015; Pereiro y Fernandes 2018; Xiao et al. 2013).
Para terminar, presento un diagrama que resume todo lo expuesto hasta el momento. Toda ilustración en papel es estática, lineal y compartimenta los objetos, lo que la convierte en fácil diana de críticas. No obstante, si este diagrama se aborda desde una posición dialógica y diacrónica –aspectos irreproducibles en la galaxia Gutenberg–, vemos que se identifican las condiciones de orden global –es decir, aquellas no vinculadas a territorios concretos– y circunstancias micro-sociales que, como productos históricos, conforman un contexto turístico. El diagrama también recoge la dinámica de algunos procesos socio-culturales y muestra que, en realidad, la única diferencia que hay entre la antropología que reconoce estudiar el turismo y la que no, radica en que la primera es consciente de que su trabajo de campo se realiza en un contexto con unas particularidades muy distintivas y las tiene en cuenta. De hecho, la mayor parte de las investigaciones que se etiquetan o reivindican como antropología del turismo –las mías entre ellas– no son tales stricto sensu. Es decir, no estudian las condiciones estructurales y coyunturales del turismo en tanto que «industria de la hospitalidad», sino que, de acuerdo con la ambición holística de la disciplina, son investigaciones que estudian qué ocurre en contextos donde el turismo es una realidad
estructurante.
El diagrama contempla los elementos que componen la definición que he desarrollado en este artículo, está construido en torno a la tríada deseo-consumo-territorio como rasgo distintivo del turismo y desde el modelo teórico de la mediación significativa del espacio turístico (Nogués-Pedregal 2012: xix–xxiii). Su lectura comienza y finaliza en la cultura y el territorio. Los dos elementos que estructuran y distinguen a las sociedades y que, por diaforotropismo, son los que estimulan la mayoría de los viajes turísticos.
En la parte superior aparecen unas categorías de actores que, no obstante, no deben interpretarse ni exteriores entre sí ni homogéneas. Lo importante es que de sus prácticas se siguen las dinámicas que administran, desde la ideología, la componenda entre lo deseable y lo posible en su doble plano material y simbólico. Estos agentes sociales, por un lado, hacen deseable el territorio para los forasteros, popularizan su necesidad y lo convierten –intermediarios mediante– en una experiencia territorializada (Hernández-Ramírez 2008). Por el otro lado, seducen a los vecinos mostrando las posibilidades socio-económicas y creando expectativas (Lara de Vicente y López-Guzmán Guzmán 2004; Mantecón 2008). Simultáneamente, las acciones técnico-políticas y empresariales también hacen posible el destino mediante instrumentos concretos (p. ej. planes estratégicos), que se materializan en infraestructuras y ofertas turístico-recreativas.
La doble cualidad constructiva y constrictiva del turismo genera interacciones entre e intra forasteros, intermediarios y vecinos en múltiples ámbitos y aspectos. De naturaleza conflictiva, pero negociada e inscrita en un espacio social que es histórico, esta dinámica comercializa el destino reduciendo su complejidad y provocando múltiples disputas territoriales. Así lo hace cuando transforma el territorio en suelo (Aledo Tur 2008) o etiqueta la cultura como patrimonio (Carmona-Zubiri, Travé-Molero y Nogués-Pedregal 2015), mientras oculta aspectos como la precariedad laboral (Cañada 2015) o favorece la saturación turística (Milano y Mansilla 2018).
Finalmente, a través del espacio turístico, las prácticas cualifican el lugar en términos de creencias, valores e ideologías que actualizan sus sentidos. Unos sentidos que se (re)presentan en el imaginario turístico, y en los que se enculturan quienes articulan su presente (identidad), partiendo del pasado (memoria), y proyectándolo al futuro (el Desarrollo) en ese contexto turístico.