Disparidades. Revista de Antropología 77 (1)
enero-junio 2022, r017
eISSN: 2659-6881
https://doi.org/10.3989/dra.2022.017

NOTAS DE LIBROS

Juan Javier Rivera Andía

Universidad de Bonn

Reseña de: JUÁREZ, Gerardo Fernández y Francisco M. Gil García (coords.): Sinestesias. Brujería y hechicería en el mundo hispánico. (Quito: Abya-Yala. 2019), 533 pp.

CONTENIDO

La introducción de este libro señala, como uno de sus principales objetos, el estudio de «la consideración del Mal en los pueblos amerindios» (10). Efectivamente, de sus diecisiete capítulos, once presentan casos relacionados con diferentes pueblos amerindios. Evidentemente, el tema de Sinestesias es, en realidad, algo más preciso pero también, como veremos, más diverso (y, como veremos al final, quizá problemático). No es, pues, el Mal en general, sino, como reza el título, sobre todo la brujería lo que constituye el hilo conductor de los trabajos aquí reunidos. Pero también es más diverso, pues, además de la etnografía amerindia -representada, por ejemplo, en los capítulos sobre la tradición oral andina en torno a los ogros (Francisco Gil), o las ideas sobre los brujos entre los mayas yucatecos (Manuel Gutiérrez)-, la variedad de los capítulos aquí reunidos abarca también desde la hechicería en el Toledo del siglo XVII (Mercedes López) hasta las imágenes de las brujas en las producciones cinematográficas de los estudios Disney (Isabel Cansino).

En consecuencia, antes de presentar los casos etnográficos amerindios, intentaremos mostrar a continuación algunos de los otros escenarios en que la brujería es explorada en este libro: por un lado, la literatura e historia españolas (tanto en la península como en América), y por el otro, el mundo global contemporáneo. Así, por ejemplo, María Tausiet explora ciertas referencias presentes en las «Cartas desde mi celda” de Gustavo Adolfo Bécquer. Por su parte, María Lara y Mercedes López abordan la brujería en la historia de España: Lara recapitula, a partir del proceso de Zugarramurdi, algunas características generales sobre la inquisición; y López nos invita a tomar en cuenta, no solo «la relativa tolerancia del Tribunal del Santo Oficio» (116), sino también que España dejó de quemar brujas cien años antes que el resto de Europa1No carece de interés que resalte, además, que «durante el siglo XVI... tanto en Italia como en España se desarrolló una corriente crítica minoritaria que consideraba las actividades de las brujas como meras fantasías de mentes desequilibradas» (116).. En la América virreinal, Monserrat Ventura nos acerca a «Los juicios por la extirpación de idolatrías» -que compara a la Santa Inquisición (474)- y presenta, además, una hipótesis sugerente: «la Colonia, al perseguir a los brujos, marcó la emergencia de los curanderos» (482). Finalmente, Sergio Valero describe el ocultismo, la «magia ritual de salón» (151) y los movimientos de Nueva Era asociados a la Wicca en el mundo global contemporáneo (considerándolos como «descontextualizados y superficiales» o expresiones de una «falsa espiritualidad chamánica») (148)2Además, aunque se detiene allí, hubiera sido fascinante observar cómo las interpretaciones asociadas a estos fenómenos parecerían resonar en el estudio seudoacadémico de fenómenos religiosos en, por ejemplo, Sudamérica..

En cuanto a los contextos etnográficos amerindios (que, como ya señalamos, predominan en Sinestesias), Gerardo Fernández presenta a los brujos o layqa de Bolivia (comparándolos con los «maleros» del norte del Perú)3A estos últimos adjudica, además, un contexto marcado por «l desarraigo de los modelos comunitarios de control tradicionales» (323).. También en Bolivia, Tristan Platt presenta -luego de algunos recuerdos personales inconexos que parecieran replicar el mito del antropólogo blanco en tierras lejanas- una historia policiaca cubierta por la prensa sensacionalista local, glosando los documentos del juicio en torno a un homicidio perpetrado por un «chamán devoto».

Pero lo que esta etnografía amerindia quizá destaque más es la necesidad y dificultad de formular una definición mínima de brujería que permita abarcar los fenómenos que describen. Este problema es resaltado cuando, por ejemplo, Beatriz Moncó afirma que «El término bruja es... un concepto comodín» (74); y confiesa que «estas figuras de brujas, parteras, sanadoras o hechiceras se enredan y difuminan hasta hacerse confusas» (76).

Ahora bien, leyendo con atención las etnografías presentadas, podría, en un principio, afirmarse que, como lo señala Ventura, las enfermedades y su curación son fundamentales para la definición de brujería. Al menos tres trabajos parecen apoyar esa premisa. Así, por ejemplo, Luisa González afirma que «la línea que separa la curación de la brujería es demasiado fina y difusa para un shawi» (392) de la Amazonía peruana. Ángel Acuña compara las formas de enfrentar las dolencias entre rarámuris y yanomamis -unos por medio de «ofrendas» y «gestos de respeto» «a las entidades sagradas» y los otros, «mediante la batalla… acumulando poder para vencer en el combate» (252). Finalmente, Roberto Campos también explora las enfermedades agrupadas bajo la etiqueta de «mal del ojo» en la ciudad de México -afirmando, además, que sus diferencias con las del «mundo campesino» «son poco significativas» (278).

Sin embargo, otros tres casos (mexicanos) problematizan, a veces hasta eliminarla, esta asociación entre enfermedad y brujería. Así, por un lado, incluso la (algo extravagante pero muy estimulante) hipótesis de Pedro Pitarch adopta la la idea de enfermedad para explicarse: entre los tzotziles, «la propia enfermedad es una cierta clase de lenguaje y, en ocasiones, un texto escrito» (331). Es decir, «En lugar de pequeños objetos, lo que se introduce en el cuerpo de la víctima son palabras: el lenguaje es, literalmente, la sustancia patógena» (332). Por lo tanto, continuará, «buena parte del trabajo del chamán está dirigido a convertir la enfermedad en un interlocutor, a transformar las palabras en un sujeto, a subjetivarlas» (334).

Por otro lado, Jacques Galinier parece dejar de lado la idea de enfermedad cuando vincula la brujería con el nahualismo: «no podemos separar las figuras del nahual y de la bruja» (379). Sin embargo, alude casi de inmediato a lo que denomina automutilación. Así, prosigue: «Las sociedades nativas de Mesoamérica se caracterizan por una concepción de la persona que incluye elementos provistos de un estatus de extraterritorialidad, como la “sombra”, o entidades anímicas ubicadas en un alter ego animal… A esta característica además se añade la personalidad de figuras híbridas, o “brujas”, mujeres que adoptan formas de cuerpos volátiles nocturnos, mediante la auto-amputación clandestina de un pie o una pierna, con la finalidad de alimentarse de la sangre de los neo-natos» (365)4Por un lado, llama un poco la atención que Galinier suponga la «aclimatación exitosa del complejo europeo de la brujería y la identificación entre instancias de origen prehispánico y colonial dentro de una misma lógica cultural» (366), pero no señale las posibles correspondencias entre la asociación brujería-cojera con todo el complejo mítico y ritual en torno a la cojera en América indígena. Por otro lado, aunque el autor afirme la existencia de «una fuerza universal, nzahki» (369) en su área de estudio (que recuerda la idea de sami postulada para los Andes), sin embargo, evade el énfasis en la reciprocidad en desmedro de la confrontación: «el curso de la vida no solamente implica una entropía constante... sino que está constantemente comprometido en accidentes de depredación generalizada. No solamente a partir de fuerzas extra-corporales, oriundas de la naturaleza, del inframundo, sino también a partir de la misma esfera de la co-vecindad y de la comensalidad» (385). Así, Galinier tampoco asume el respeto o el pago de ofrendas como puntos de partida: «La alteridad se vuelve... la condición sine qua non de la fabricación de la comunidad... a nivel sincrónico... A nivel diacrónico» (383). . Aunque no aparezca aquí ya como un elemento a eliminarse, sino como un componente generativo, el argumento de Galinier sigue, pues, de todos modos incluyendo a la dolencia en la definición de brujería.

Finalmente, en el capítulo de Gutiérrez -a quien los compiladores, Fernández y Gil, en su introducción, rinden homenaje como su profesor universitario)-, esta asociación entre brujería y enfermedad no es ya transformada hasta sus mismos límites, sino prácticamente negada de plano. Así, entre los mayas yucatecos, la denominación de brujo no aludiría a alguien que pueda causar enfermedades (212), sino más bien a «alguien que puede transformarse en animal» (213).

De este rápido cotejo, pues, un lector atento podría preguntarse qué queda entonces de la noción de brujería que la etnografía amerindia parece llevar a sus límites. Frente a esta posible perplejidad, la elaboración de Fernando Garcés de una lista de palabras traducibles como «brujo» y «diablo» en los documentos del siglo XVIII sobre el quechua chinchay y el quichua ecuatoriano, cobra, a pesar de su brevedad, bastante interés. Sin embargo, la pregunta parece mantenerse: ¿es acaso posible hallar una definición de brujería que pueda abarcar fenómenos tan dispares como los expuestos en un texto de Bécquer y en los testimonios orales de los otomíes? Y de serlo, ¿dónde radicaría su utilidad?

Pero estas son seguramente solo algunas de las varias saludables preguntas que Sinestesia guarda para sus lectores, quienes sin duda se beneficiarán de los sobresalientes esfuerzos realizados por sus autores, entre los que se incluyen numerosos investigadores de consolidada trayectoria.

NOTAS

 
1

No carece de interés que resalte, además, que «durante el siglo XVI... tanto en Italia como en España se desarrolló una corriente crítica minoritaria que consideraba las actividades de las brujas como meras fantasías de mentes desequilibradas» (116).

2

Además, aunque se detiene allí, hubiera sido fascinante observar cómo las interpretaciones asociadas a estos fenómenos parecerían resonar en el estudio seudoacadémico de fenómenos religiosos en, por ejemplo, Sudamérica.

3

A estos últimos adjudica, además, un contexto marcado por «l desarraigo de los modelos comunitarios de control tradicionales» (323).

4

Por un lado, llama un poco la atención que Galinier suponga la «aclimatación exitosa del complejo europeo de la brujería y la identificación entre instancias de origen prehispánico y colonial dentro de una misma lógica cultural» (366), pero no señale las posibles correspondencias entre la asociación brujería-cojera con todo el complejo mítico y ritual en torno a la cojera en América indígena. Por otro lado, aunque el autor afirme la existencia de «una fuerza universal, nzahki» (369) en su área de estudio (que recuerda la idea de sami postulada para los Andes), sin embargo, evade el énfasis en la reciprocidad en desmedro de la confrontación: «el curso de la vida no solamente implica una entropía constante... sino que está constantemente comprometido en accidentes de depredación generalizada. No solamente a partir de fuerzas extra-corporales, oriundas de la naturaleza, del inframundo, sino también a partir de la misma esfera de la co-vecindad y de la comensalidad» (385). Así, Galinier tampoco asume el respeto o el pago de ofrendas como puntos de partida: «La alteridad se vuelve... la condición sine qua non de la fabricación de la comunidad... a nivel sincrónico... A nivel diacrónico» (383).