Estamos ante un libro que ofrece bastante más de lo que enuncia la primera parte de su título, aunque la segunda ya nos aclara mejor por dónde van los tiros. Decimos eso porque, a través del análisis de las complejas relaciones existentes entre drogas y delitos, lo que hace el autor es una magnífica, y muy necesaria, puesta al día sobre «de qué va eso de las drogas».

Esas complejas relaciones llevan al autor a encarar dicha complejidad desde la misma definición del campo de las drogas: partiendo del conocido triángulo de «contextos, sujetos y sustancias», que en su momento representó un salto crucial en relación con las visiones reduccionistas de lo que eran las drogas (de tipo criminal, psiquiátrico o biomédico, principalmente), realiza su desmenuzamiento para proponer otra figura geométrica, un heptágono. En él, articulando perspectivas disciplinares y profesionales, engloba de manera sistemática el análisis de muy distintos niveles de la realidad en un mismo sistema de conocimiento e intervención sobre las drogas. Así, los ángulos desde los que propone revisar el tema serían el biológico, la información, la cultura, la sociedad, el individuo, las normas y la actuación.

La intención a aunar conocimiento y práctica se deja notar en la propia estructura del libro, pues cada capítulo finaliza con unas «Propuestas de ejercicios para la reflexión y el debate» y además, de vez en cuando, para reforzar determinados temas que considera relevantes, hace un apartado titulado «No dejes de leer» aportando comentarios con abundantes referencias bibliográficas sobre los mismos. Todo ello le da este aire expresamente buscado de manual, en el mejor sentido del término, que lo convierte en una herramienta que puede ser muy útil tanto para el aprendizaje, como para la consulta, cuando uno ya está metido en las procelosas aguas de la intervención social.

Después de un capítulo inicial en el que el autor justifica la identidad temática entre criminología y drogas, que prefiero comentar al final, se entra en el marco conceptual, en el que se trata básicamente de definir qué se entiende por drogas. Partiendo de la idea de que droga es un concepto demasiado ligado a la criminalización contemporánea de algunas sustancias psicoactivas, propone que cuando se quiera hablar de estas en general se utilice precisamente dicho concepto, el de sustancias psicoactivas, ya que droga está demasiado connotado por la prohibición. Esto facilita las cosas cuando uno quiere referirse al alcohol, al tabaco o a muchos medicamentos que forman parte de esta categoría, y es coherente con su planteamiento holista y en el que el empirismo utilitarista ocupa un importante lugar (por cierto, la sintética genealogía del mismo que propone en el apartado «No dejes de leer» de las pp. 36-‍37 no hay que perdérsela). Y estoy de acuerdo con ello, siempre que de esta manera no se haga desaparecer la potente ambivalencia (que tan útil ha resultado ser en el análisis sociológico, según nos recordó Merton) del concepto de droga, que precisamente por todas sus contradicciones se ha convertido en una buena lente de análisis de nuestras sociedades contemporáneas. 

Refiriéndonos aún a las propuestas de definición del concepto principal, el autor se plantea cuáles son las preguntas pertinentes para hablar de drogas, en un muy agudo apartado (2.1.2) en el que evidencia las contradicciones derivadas de la intersección de tres sistemas distintos, el legal, el médico y el relativo al dopaje deportivo. Y no sé si exactamente en este apartado, pero sí en el conjunto de este capítulo inicial, he echado en falta algunos elementos que nos permitieran situar mejor el tema desde una perspectiva histórica y transcultural. Es decir, acudir a saber cómo «otras sociedades», sea en el mundo moderno o en épocas históricas más remotas, han manejado la cuestión de las sustancias psicoactivas, o alguno de sus aspectos concretos, siempre nos ayudará a enfocar mejor como hemos llegado a la situación actual; y de hecho, el autor hace un muy buen uso, desde mi punto de vista, de dichas perspectivas cuando analiza cómo se va configurando el problema de las drogas en las sociedades contemporáneas… pero echar la mirada «un poco más atrás» y «un poco más allá», quizás le habría ayudado a acabar de profundizar en este haz de complejidades que representa el propio concepto principal con el que va a trabajar a lo largo del libro.

Este capítulo conceptual se completa con el análisis de cómo se llegaron a construir los delitos relacionados con las drogas; con unas propuestas metodológicas fundamentales que, al hablar de la necesidad de un ajuste racional y empírico, le lleva a clarificar cuestiones clave como, por ejemplo, que las drogas, no es que haya que situarlas en un contexto, es que son un contexto sistémico; y las relaciones entre ciencia y ética, cosa que le lleva a exponer un modelo de derechos de ciudadanía que me parece indispensable, en este campo y en muchos otros.

El siguiente capítulo, dedicado a los convenios internacionales sobre las drogas, lo realiza con un nivel de análisis histórico y político que logra la atención continuada del lector o lectora (cosa que no siempre ocurre en esta temática…) al hablar, entre otras cosas, de porque el alcohol y el tabaco quedaron fuera de los convenios, de la experiencia del nazismo, de la repercusión en ellos de los movimientos juveniles de los sesenta, o de la aplicación de los convenios en España. Es especialmente interesante para nosotros este último apartado, en el que la ambivalencia hecha costumbre se manifiesta en todo su esplendor, en parte, quizás (y como expone el mismo Comas en otros sitios) producto de la cultura católica heredada del barroco, pero alimentada sin duda por la dictadura franquista y sus políticas autárquicas, produciendo aquella especificidad española aquí muy bien descrita:

Es cierto que en 1955 asumimos la mayor parte de tratados de la ONU, pero de una forma peculiar de la que el tema de la prostitución es el mejor ejemplo: dejó de ser legal pero no para pasar a ilegal, como informamos a la ONU, sino para mantenerse, hasta la actualidad, en una alegalidad peculiar. Con relación a las drogas se actuó de manera similar (p. 105).

Vienen luego dos capítulos (4 y 5) en los que el análisis de las teorías sociocriminológicas se realiza con dos acentos distintos. El primero de ellos, más centrado en como dichas teorías han tratado el alcohol y otras drogas, y el segundo más en los principales enfoques de dichas teorías, contextualizadas en el mundo del sistema internacional de fiscalización: la criminología liberal y crítica, el naturalismo, centrándose principalmente en Matza, y el constructivismo social; para terminar subrayando que las teorías del control social deberían abocar en políticas sociales, cosa que debería producir un modelo de seguridad ciudadana basado en derechos («las teorías del control social no deberían ser valoradas por lo que explican y describen, sino por lo que proponen hacer: garantizar los derechos sociales», p. 171).

De estos capítulos, que constituyen un muy buen repaso de la evolución de las teorías clásicas sobre control y marginación social, quiero subrayar sus originales aportaciones respecto a las peculiaridades de la criminología positivista en España. A diferencia de otros campos, como la historia de la educación o de la medicina, en los que ya hay rigurosas investigaciones locales que analizan este periodo, en el caso de las drogas han predominado unas historias de un generalismo de orientación anglosajona muy marcado, que suelen pasarlo por alto. Quizás porque aquellos criminólogos hablaron poco de las drogas, pero estoy de acuerdo en que «si se hubiera tenido en cuenta esta experiencia criminológica propia, es posible que no se hubieran cometido algunos errores» (p. 129). 

Tengo algún reparo en como despacha la presentación del constructivismo social, si de lo que hablamos es de la obra clásica de Berger y Luckman sobre La construcción social de la realidad. Si nos atenemos con precisión a esta obra, más que ver en ella «un modelo puramente platónico» en el que se defienda que «no hay una realidad tangible al margen del relato y todo son relatos» (p. 164), creo que podemos advertir que, partiendo principalmente de dos filones teóricos de orientación marxista y fenomenológica, plantean que tal construcción se basa en la continua interacción dialéctica entre las condiciones materiales de existencia, (los datos duros de la realidad), y la pantalla cultural a través de la cual las interpretamos y nos relacionamos con ellas, los famosos relatos (que, para complicar la cosa, también son parte de esa misma realidad, claro); una perspectiva que, como reconoce el mismo Comas, ha enriquecido las teorías del control social. Lo que ocurrió después, y ahí sí que estoy de acuerdo en cómo lo expone, es que se desarrolló una línea de análisis idealista que acabó priorizando los relatos, hasta que su omnipresencia fue la característica principal de eso que se conoció cómo el posmodernismo (bueno, junto al «descubrimiento del Mediterráneo» en forma de un Gramsci o un Bourdieu desprovistos de sus raíces más críticas). Pero no me parece muy acertado confundir el posmodernismo con la perspectiva de Berger y Luckman por más que provenga de ella, a modo, para algunos, de un hijo bastardo.

Diría que los dos siguientes capítulos (6 y 7) muestran la experiencia del autor en el campo de la intervención en «los trastornos del espectro por sustancias psicoactivas» como muy acertadamente, en mi opinión, propone definir a lo que de forma más genérica solemos denominar como problemas relacionados con las drogas. En el primero sigue como se fue tejiendo una óptica transdisciplinar que será conocida como el modelo biopsicosocial bajo el predominio de la psicología (pues psicólogos y psicólogas fueron los que predominaron en su aplicación), aunque me parece que aquí no valora en su justa medida el impacto que tuvieron las políticas de reducción del daño. Y el segundo, el capítulo 7, constituye una muy brillante y necesaria crítica al modelo neurológico de la adicción, mostrando como su progresiva imposición se ha hecho a partir de lógicas institucionales mediadas por los recortes presupuestarios de las políticas de austeridad.

En el capítulo 8 encontramos una muy informada propuesta de revisión del contexto español en cuatro etapas a lo largo del siglo XX, aunque se detiene especialmente en la epidemia de heroína de los ochenta y en el peso de la opinión pública en relación con las políticas de drogas. En el 9 se cuida de no dejar de lado cuestiones como las aportaciones de la perspectiva de género, las relaciones entre drogas y prisiones, o la exclusión social. Y el 10 se centra en los cambios que en este momento están transformando las percepciones sobre las drogas, tanto a nivel español como mundial, lo que le lleva a hablar de cuestiones tan candentes como el riesgo, las políticas urbanas, la epidemia de opiáceos en los EUA y los primeros mercados regulados de cannabis.

Aunque nunca las ha perdido de vista a lo largo de todo el texto, parece que en los dos últimos capítulos vuelve a centrarse sobre temáticas más específicamente criminológicas, sobre todo en el último, una reflexión muy pedagógica sobre aspectos profesionales de una criminología balanceada entre los niveles sociales y los individuales, y entre los teóricos y prácticos. Y aquí es donde, para finalizar, quería yo volver, a la justificación de la identidad entre criminología y drogas del primer capítulo que, una vez leído todo el texto, encuentra su plena confirmación. Porque este texto se podría haber titulado tranquilamente, en un contexto puramente académico, algo así como «Una perspectiva socioantropológica aplicada de las sustancias psicoactivas» o cualquier título igual de poco imaginativo. Pero el haberlo situado en un campo de intervención, le permite desarrollarlo aunando con rigor los aspectos teóricos y los prácticos, para acabar reivindicando una criminología pública, profesional, crítica y práctica. Sin olvidar que una obra puramente académica habría tenido un recorrido mucho más limitado que no un manual como el presente que, de este modo, tiene asegurado un público clave en este ámbito de intervención. Me parece una política comercial acertada, no tanto desde el punto de vista crematístico (que seguramente también) si no del político. Más allá de este público, creo que se trata de una obra de indispensable lectura tanto para personas de la academia interesadas en un ejemplo de cómo se articulan en nuestra sociedad y en un campo específico como el de las drogas, procesos y fenómenos que tradicionalmente situábamos en el ámbito de la biología, la psicología o de las ciencias sociales; así como para cualquier persona que quiera saber cómo funcionan estas cosas en nuestra sociedad.